Tiempo de tormenta. Turno de decisiones. Clima de borrasca y viento. Luz difícil.
Desde hace meses no dejo de recibir invitaciones a charlas, conversatorios y tertulias que gravitan alrededor del mismo tema: las razones para seguir apostando por el país, para quedarse y lidiar, para no irnos en desbandada.
No es un tema fácil. Es complejo por inédito, por extraño a nuestro
hábito, por subjetivo y personal. Es un tema espinoso por el espinoso
país que hoy vivimos. Por el caos que nos rodea. Por la violencia de la
marea que golpea nuestras certidumbres y ataduras.
Ahora bien, ocurre que habitualmente uno no anda explicando las razones que tiene para no irse de su casa.
Uno, simplemente, está, permanece, hace hogar en ella. Construye
familia. Teje su día a día. Come allí, duerme en ella, la pasea
descalzo, se demora en sus ventanas, erige su biblioteca, pone su
música, domestica su almohada, conoce sus ruidos y caprichos. Es el
lugar donde pugnas con tus gripes, tus despechos o tus resacas. El
espacio donde ocurren tus epifanías y descalabros. Donde más has
celebrado la navidad, los pequeños triunfos y cada nuevo centímetro de
altura de tus hijos.
Mi casa, si me pongo específico, limita al norte con la fiesta que es
el Caribe, al sur con la selva fantástica de Brasil, al oeste con
kilómetros de vallenato, cumbia y hermandad y al este con la vastedad
del Atlántico y ese litigio histórico, otra vez de moda, que es Guyana.
Mi casa tiene el techo azul casi todo el año. Mi casa es un
clima de mangas cortas y risa fácil. Mi casa tiene un catálogo de playas
irrepetibles. Y si la camino a fondo me topo con la belleza de sus
abismos de agua, con la neblina a caballo de sus páramos, con sus
árboles redondos, con su sol de tamarindo y papelón. Mi casa tiene 30
millones de habitantes. Tiene un océano de mujeres hermosas,
nocturnas y sensuales. Mi casa es una geografía vehemente y delirante.
La han llamado Tierra de Gracia, Pequeña Venecia, Norte del Sur, El
Dorado, Crisol de Razas, Paraíso Perdido. En mi casa se baila en todas
las esquinas, se toma cerveza sin piedad, se coleccionan abrazos, se
hace el amor en cada vestíbulo, y se hace el humor hasta el amanecer.
En mi casa está mi infancia, mi ventana y mi lámpara, mi postre
favorito, mi carro, mi lista de amigos, mi cine recurrente, mi ruta de
librerías, mi estadio de beisbol, mi zona de costumbre y apegos. El sol
nace y se pone en mi casa.
Resulta que mi razón de ser, lo que me explica y define, limita por
todas partes con mi casa. Este es el domicilio de mis entusiasmos y
obsesiones.
Tengo una vida entera en ella. Y una vida entera es mucho
tiempo. Es todo el tiempo. Una vida amueblada por mis años, mis logros y
mis mejores fracasos.
Y sucede que a pesar de todo eso, tengo que explicar por qué no me quiero ir de mi casa.
***
Generalmente, cuando no llega el agua a mi casa averiguo, pregunto,
resuelvo, compro, instalo un tanque. Cuando aparecen filtraciones busco,
llamo, persigo al plomero. Cuando la basura se acumula en el depósito
reclamo, toco la puerta, hablo con la junta de condominio. Cuando se
agrietan sus paredes, cuando se colma de insectos, cuando la cubre el
polvo, cuando se trastornan sus aparatos, cuando la polilla ataca, en
todos esos casos, no suelo irme, no desisto, no salto por la ventana.
Sencillamente, me ocupo. La lleno de atenciones. Busco prodigios que la
sanen.
Sí, en estos tiempos las goteras se han vuelto absurdas, el techo se
ha corrompido, el agua sale negra, la luz es escasa, el tronar de las
armas eclipsa el bullicio de las guacamayas, la nevera se ha llenado de
vacío y nostalgia, a los insectos se le han sumado alimañas impensables. Mi casa es hoy un tesoro arruinado, malbaratado, saqueado. Pero es mi casa. Me cuesta no atenderla.
No procurar remedios. No aportar la cal de mis opiniones, la despensa
de mis esmeros, el martillo de mi insistencia y su tanto de ética,
perspectiva y confianza.
Mi casa está rota. Y yo me sumo a la reparación. No al adiós. Irme es un verbo posible.
Tengo derecho a hacerlo. A veces me intoxico de ganas. Pero entiendo
que en cualquier otro confín seré un extranjero. Un emigrante. Un nómada
accidental.
Es una opción válida, legítima. En ciertos casos, emocionante, y en
otros, atemorizante. Es irresponsable juzgar a quien se va. Irse posee
el calibre de las desgarraduras. El exilio es una palabra llena de
piedras. Quien parte intenta llevarse el peso existencial de la casa.
Busca sostenerla desde la distancia. Toda mudanza es incertidumbre y
desvelo. Es una acrobacia espiritual.
Hay vecinos que se han ido, otros que están haciendo maletas,
ensayando un nuevo idioma, aprendiendo a usar un GPS. Mis hijos se
despiden de sus mejores amigos. Mi pareja se despide de sus mejores
amigos. Mis mejores amigos se despiden de sus enemigos.
Le pregunto a mi hija de 13 años por qué no se iría del país. Me
suelta una ráfaga de sustantivos: la gente, el clima, el idioma, la
comida, el paisaje, los amigos. Y agrega algo inesperado: “Me gustaría
estar cuando se arreglen las cosas y ver el cambio”.
***
Hace poco leí en el blog de alguien un concepto interesante. Decía
Daniel Pratt: “migrar es aceptar que tu lugar y tú no pueden continuar
juntos, rendirse, asumir que no hay manera de arreglarlo. Tienes que
divorciarte, perder, naufragar (…) Desde el momento que partes eres
extranjero siempre, hasta en tu propio país”.
Y, vamos a estar claros, hay mil razones para irse, y quizás
solo diez para quedarse. Pero esas diez razones pueden justificar tu
vida.
En estos tiempos los venezolanos estamos viviendo una experiencia
inédita. En esta época de ideologías y militancias extremas, el
desencanto ha hecho que el país esté advirtiendo el mayor de los éxodos
de su historia. Me he topado con la conmovedora circunstancia de ver a
una madre hacer todo lo posible por separar a su hijo de ella.
Apurándolo para que se vaya a estudiar a Calgary. Lejísimo. Para
salvarlo. Para saberlo seguro.
Y, ciertamente, las migraciones son tan antiguas como la especie
humana. No debería alarmarnos tanto. Cada ser humano está obligado a
vivir sus propios renacimientos.
Pero la casa no puede quedarse sola. Necesita la atención de sus
propietarios. Este extrañamiento, este estupor colectivo, nos hace
comprometernos aún más con el momento histórico que estamos viviendo.
***
¿Es este el fin del país? No. Los países no
concluyen. Es este un episodio severo. Amargo. Ruinoso. Se habla de la
inflación más alta del mundo. De la escasez más pavorosa que hemos
vivido. Del corrimiento del sistema de valores. De una violencia sórdida
y copiosa que ha convertido al mapa entero en sangre y luto. Así de
grave está la casa, así de extrema la inundación. Sí, hacemos agua por
todas partes. Los pronósticos del tiempo anuncian sólo noticias oscuras.
Entonces, ¿desertamos?, ¿desmantelamos lo que queda? Es una opción,
pero ¿realmente queremos renunciar a nuestra casa?
Si esta es la piedra fundacional de nuestros días, ¿qué estamos haciendo para detener su ruina?
¿Basta con el largo quejido que hoy somos? Si no nos involucramos, toca
renunciar, incluso estando adentro. Dejar que otros impongan la ruta de
nuestros afanes.
Es fácil ser ciudadano de un país cuando el viento es benigno, cuando
el subsuelo es oro, cuando el peatón ejerce la alegría como contraseña,
cuando la comida abunda, cuando el mar es amable y no hay marea alta en
el horizonte.
Pero también hay que ser ciudadano cuando el país está enfermo,
acosado por la indolencia, atascado en un pantano de errores, cuando es
víctima de sus propias contradicciones. El país, nuestra casa mayor, nos
necesita en su adversidad, en sus fiebres, en la penuria y la borrasca.
Querer a alguien es también lidiar con su infortunio. Si tu
pareja se enferma de cáncer, ¿la abandonas?, si tu mejor amigo cae
preso, ¿renuncias a visitarlo?; si tu hijo sucumbe a las drogas, ¿le das
la espalda?, si tu madre comienza a sufrir de Alzheimer, ¿le sueltas la
mano y dejas que camine sola hacia la locura? Supongo que no.
Pasa igual con el país. Si los que aquí insistimos no nos comprometemos
en buscarle cura a sus desvaríos, en otorgarle coherencia y sensatez,
entonces no vale la pena quedarnos.
Los optimistas (dicen que es una raza en extinción en el territorio
nacional) saben que toda crisis genera una mina de posibilidades. Repito
a Francois Guizot en su afirmación de que los optimistas son quienes
transforman al mundo. La lección ante nuestros errores acumulados ha
sido amarga. Pero es hora de responder. De apostar duro. De vivir cada
día como construcción. De devolverle a esta tierra de gracia todo lo que
nos ha dado, empezando por el derecho a existir y crecer en su aire, en
su luz, en su maravilla, maravilla que vamos a devolverle con nuestras
ganas de seguir perteneciendo a un gentilicio, de seguir viviendo en la
casa grande de nuestra existencia.
Por: LEONARDO PADRÓN / El Nacional
Comentarios
Publicar un comentario